Reflexiones bioéticas a partir del proyecto Gilgamesh sobre inmortalidad, trascendencia y eternidad

por | Mar 11, 2020

[Esta columna fue escrita por Isabel Cornejo Plaza, Abogada, Magíster en Derecho Privado, Doctora (c), especialista en temas de bioética, neuroética  y neuroderecho y colaboradora en Fundación Datos Protegidos]

El anhelo de prolongar la vida humana es muy antiguo y existe en todas las culturas. De ello da cuenta el registro arqueológico, la ficción literaria y los documentos autobiográficos.

Debe distinguirse entre el deseo de trascendencia más allá de la muerte, ejemplificado en los monumentos funerarios, las tumbas y las dádivas entregadas a los muertos, según se observa en las culturas del Antiguo Egipto y Mesoamérica y en costumbres que perviven hasta la actualidad.

Ante la imposibilidad biológica de perpetuar la vida individual, las culturas han establecido el recuerdo institucionalizado de las grandes personas y siempre se reconoce el deseo de dejar legados y memorias.

La novedad de la moderna biología no es la conquista de la inmortalidad, que existe en los niveles macro y micro de la naturaleza. La vida en todas sus formas nunca desaparece.

Lo que desaparece son individuos, formas específicas de configuración de la materia orgánica que adquiere entidad y, en el caso de los seres humanos, identidad, ipseidad y mismidad.
La recuperación de esta vida personalizada, individuada, es lo que está detrás de proyectos como Gilgamesh. Que una persona, en tanto que tal, pueda ser preservada.

Gilgamesh se trata de un proyecto de expresiones artísticas, literarias y tecnológicas difundido en distintos escenarios itinerantes por todo el mundo, cuya temática principal es
la inmortalidad. Este proyecto itinerante, data del 2004 a la fecha y lleva su nombre en honor al rey Gilgamesh de la ciudad de Uruk en la antigua Babilonia, que existió hace 5.000 años atrás.

La historia cuenta que Gilgamesh era un rey despiadado e injusto. Los ciudadanos pidieron al Dios del cielo que enviara a un nuevo gobernante justo. El clamor del pueblo oprimido fue respondido tras un gran diluvio, en que los dioses crearon un hombre de arcilla, para gobernar la ciudad, llamado Enkidu.

Poco después, el rey de Mesopotamia, Gilgamesh reconoció en Enkidu un igual y se hicieron amigos. Gilgamesh cambió para bien y se unió a Enkidu para combatir a losenemigos de la ciudad. Gilgamesh buscó la posibilidad de que Enkidu, una vez herido de
muerte, viviera y para ello fue en búsqueda del único humano a quienes los dioses le habían concedido la inmortalidad. Gilgamesh encontró la planta que brindaba la juventud eterna.

Pero en el viaje, una serpiente le arrebató el preciado tesoro. Gilgamesh murió en brazos de su amigo soñando con la posibilidad de alcanzar la inmortalidad.

Esa epopeya, cuyo relato en escritura cuneiforme se ha preservado hasta nuestros días, sirve de inspiración a los deseos nunca agotados de optimización de las potencialidades humanas a través de la tecnología, incluyendo por supuesto, los deseos de vencer a la vejez, la enfermedad y la muerte.

Un intento semejante, pero con técnicas diferentes, se asocia a la clonación eventual de seres humanos. Poder reproducir un individuo idéntico sería una posibilidad, solo que en este caso quizá no se conservara el patrimonio adquirido por las personas a lo largo de su vida, esto es, sus memorias, base de la identidad. La vida humana es materia con memoria.

La ficción reconoce que lo ideal sería preservar a las personas con todo su caudal identitario, sus memorias, ideas y deseos.

Técnicamente, el proyecto aún es inviable. El envejecimiento y las pérdidas son inevitables. Toda la industria cosmética se basa en la posibilidad de preservar belleza y optimizar las capacidades cognitivas. La medicina del deseo trabaja en hacernos más bellos, jóvenes e inteligentes, pero aún no se concreta el preciado anhelo del elixir de la vida inmortal.

La pregunta es: si ello fuera posible, cuáles serían las ventajas. En otras palabras, cabe reflexionar si la factibilidad técnica es garantía de aceptabilidad moral y social. Piénsese en la criopreservación de cuerpos, órganos y cerebros. Es verdad que un cuerpo mantenido en estado de posible reanimación podría ser objeto de terapéuticas hoy
inexistentes. Quizá mañana haya curas para ciertos cánceres, que podrían ser tratados en un cuerpo preservado, pero no se debe olvidar que el sujeto va más allá de un cuerpo, y en tanto persona es relacional.
Otra posibilidad es la de que las personas criopreservadas fueran despertadas y traídas a la
vida en un remoto futuro. En este caso qué encontrarían, qué sentido tendrían sus vidas, cómo restablecerían sus lazos afectivos y de sentido. Si todos pudieran ser criopreservados, se reproduciría el pasado que se abandonó. Si solamente una o dos personas de un grupo numeroso sobreviven, es difícil creer que serían felices. Las distopías del viaje al futuro lo muestran.

1984, de George Orwell; Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y Farenheit 451, de Ray Bradbury. Si se abandona la idea de criopreservar y se apunta a la “amortalidad”, es decir, a que la
muerte no exista, las preguntas son otras. ¿Qué sentido tendría que la población no disminuyera? ¿Qué pasaría con los recursos naturales?

Otra faceta: Los recursos técnicos, las tecnocracias, crean divisiones sociales. En su etapa inicial, siempre son patrimonio de los acaudalados, de los que pueden pagar. Hoy no todos podrán ser turistas a la Luna, por los costos. El símil es apropiado. Hoy no todos pueden acceder a la criopreservación, así como tampoco a otras tecnologías de mejora, como la edición genética, el neuroenhancement u optimización neuronal etc. De modo que el
problema del acceso a las tecnologías con promesas de mejora reproduce las desigualdades sociales en el acceso a otros bienes primarios como son la salud y las tecnologías para
lograrla.

La literatura de ficción puede ser iluminadora. Joanathan Swift en Los viajes de Gulliver habla de los struldbrugs. Mientras más
envejecen, pues no mueren, se observa en ellos algo interesante. Los que eran malos, se tornan peores. Los buenos, mejores. Las particularidades de cada persona se exacerban.

Simone de Beauvoir. En “Todos los hombres son mortales” asistimos al aburrimiento infinito de un hombre que pasa a través de las generaciones. Y tantos otros. ¿Qué sentido tendría levantarse de la cama a hacer cosas si siempre habrá un mañana? ¿Por qué reparar las injusticias si el tiempo es infinito y todo lo cura? ¿Qué
sentido tendría la realización personal, si siempre habrá un tiempo infinito para concretar los proyectos? A nadie se escapa que el afán de inmortalidad es reflejo de los atributos asignados a Dios.

Sin embargo, eternidad no es inmortalidad. Y el deseo de parecerse a los dioses, fundamento de la epopeya de Gilgamesh, está en todas las culturas conocidas. Los dioses son la proyección de los deseos humanos. Eternidad es lo que no tienen principio ni fin.
Inmortalidad es lo que tiene solamente principio.

No se puede detener la investigación científica y los esfuerzos por lograr inmortalidad biológica. Se necesita una ética y un derecho “proactivos”, que anticipen y prevengan consecuencias. “Ver para prever, prever para proveer”, era el lema de Augusto Comte.

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